jueves, 1 de marzo de 2007

EL MAL MENOR Y EL MALMINORISMO

Ha escrito el editorialista de El País que no podía hacer otra cosa el pobre Rubalcaba cuando se ha visto obligado a decidir entre dos males: uno menor, que era mandar a un famoso terrorista a su casa; y otro mayor, que era dejarlo morir de hambre voluntaria en la cárcel. El ministro a su vez ha discurrido una frase redonda para afirmar que gracias a él- ahora De Juana ya no está “ni libre ni muerto”. Esta alusión al concepto de mal menor, unida a la réplica de la oposición preguntando cuál será el próximo mal menor ha logrado poner de moda una de esas ideas-bomba maquiavélicas que amenazan con desquiciarnos.

El mal menor, como todos los males, no existe. No tiene entidad propia. Es un hueco, un agujero, una carencia, una falta. No existe. El hecho de que sea menor parece despertar en los más ingenuos la ilusión de acabar fácilmente con él a base de llenarlo con el bien que sea necesario. Pero por inofensivo que parezca un mal es un mal. Una pequeña grieta no es mas que un mal menor en la presa de hormigón... hasta que provoca su rotura. El pinchazo que revienta un globo infantil es un mal diminuto y sin embargo causa una peor explosión cuanto más aguda sea la aguja.

No es cuestión de que el mal sea grande o pequeño. Nadie puede ser capaz de calcular si es peor la muerte de 192 personas en unas horas o la de un millar en varias décadas. No se puede decir que sea menos malo el enfado de la mitad de España que el regocijo de los amigos de un terrorista confeso.

En todo este asunto la clave es que un mal, si es malo de verdad, nunca se puede promover. Como mucho se podrá elegir, cuando no haya otro remedio que elegir. Y no parece que sea éste el caso al que se ha enfrentado el pobre ministro indefenso. Aquí no había ninguna elección externa a no ser que convengamos en que un ministro no es alguien llamado a mandar sino que debe limitarse a optar entre las posibilidades que le marcan instancias superiores.

Pero si me han seguido hasta aquí no se relajen porque la cosa es todavía más complicada. En cierto modo lo que ha hecho Rubalcaba es un bien pasado de rosca. Ha ejercido una clemencia asombrosa hacia un mal hombre que de por sí no se merece la más mínima consideración. En cambio, ese “déjale morir en la cárcel si es lo que quiere” que reclaman muchos opositores del Gobierno tampoco suena mucho a bien, la verdad.

Lo peor de todo este asunto es el desdibujamiento que están sufriendo las mismas ideas de bien y de mal. Nada impide que se defienda políticamente un principio y su contrario según convenga, como hacen los apologetas de la eutanasia que impiden el suicidio de De Juana. Se emplea el típico truco para convencer a los niños: Que si - que no. - Que sí. -Que no. -Que... NO... - Que sí. Y funciona. Porque no interesa el hecho de si los medios empleados son realmente buenos o malos. Lo que importa es el fin. Y así nos luce el pelo, Maquiavelo.

En esto consiste el malminorismo, ni más ni menos. Una doctrina inmoral que anima a proponer males evidentes -males pequeñitos al principio, males medianos después- para conseguir bienes finales altísimos y puros: la Paz, la Cultura, la Patria. Y no es que resulte tan difícil hacer la distinción. Recuerden: elegir un mal menor (que me corten un brazo en vez de la cabeza) puede ser legítimo. Proponer, en cambio, un mal menor como táctica, por puro cálculo interesado, pensando en sacar así bienes del vacío es, sin duda, ilegítimo, inmoral, indigno. Y además -como ha demostrado la política malminorista en todo el mundo- es ineficaz porque convierte en cotidiana una situación excepcional y hace que el mal menor sea cada vez mayor mal.

No pretendo aquí condenar la intención de quienes han apoyado o apoyan todavía hoy las tácticas políticas malminoristas. Simplemente quiero constatar algunas razones que expliquen por qué el malminorismo nunca consigue lo que se propone. Por qué no consigue reducir el mal mayor:

- Porque las energías que debían gastarse en proponer bienes plenos se gastan en proponer males menores.

- Porque es una opción de retirada, pesimista, en la que el político esconde sus talentos por temor, o por falsa precaución.

- Porque la táctica del mal menor predica la resignación; y no precisamente la resignación cristiana, sino la sumisión y la tolerancia al tirano, a la injusticia y al atropello. Con tácticas malminoristas nunca se habría decidido ninguno de esos episodios históricos que -como la Reconquista, por ejemplo- demuestran capacidad de progreso en las sociedades humanas.

- Porque hay ejemplos sobrados en los que el triunfo del malminorismo ha dado el poder a partidos que reclamando el voto en conciencia han amparado, y eso ha pasado en media Europa, una legislación netamente mala (divorcio, aborto, etc.).

En definitiva, el malminorismo no ha sido derrotado nunca porque en sí mismo es una derrota anticipada, una especie de cómodo suicidio colectivo. Es el retroceso, la postura vergonzante y defensiva, el complejo de inferioridad. Defendiendo una táctica de mal menor, los políticos cristianos, que en teoría son de los que debieran tener claras la diferencia entre bien y mal, renuncian al protagonismo histórico. Se creen maquiavelos y sólo son una sombra en retirada. Niegan en la práctica la posibilidad de una doctrina social cristiana, y niegan la evidencia de una sociedad que, con todas sus imperfecciones, ha sido cristiana porque si no no hablaríamos tanto ahora de descristianización. El malminorismo, contrapeso necesario de una revolución que confunde bien y mal, ha fracasado siempre, desde su mismo nacimiento.

Una vez reconocida esta tremenda limitación de la realidad política que es el malminorismo, nuestra responsabilidad de chestertonianos de pro no puede ser la resignación ante un mundo imperfecto, sino la lucha y la aventura por procurar el acercamiento a ese ideal de perfección que propone también a un nivel social el Evangelio. Aquí radica el verdadero y sano pluralismo que debe existir entre los cristianos, porque sin reconocer cierto “derecho a la equivocación” será imposible rectificar y mejorar.

Y aquí radica nuestro mosqueo cuando oímos hablar tan alegremente a Rubalcaba y sus amigos de los males menores. Primero que expliquen cuál es el criterio para definir lo bueno y lo malo. Después ya veremos -que no somos tontos- si el mal que nos hacen es grande o es pequeño.

F. Javier Garisoain Otero

PUBLICADO EN LA REVISTA "CHESTERTON". MARZO DE 2007