La pura teoría democrática, -y la
aristocrática, y la monárquica- requieren que el sujeto primero de
la política sea un conjunto de personas libres. Libres para actuar
sin miedo ni coacción, sin respetos humanos y sin prejuicios. Libres
a fuerza de buscar la verdad y sabedores de que es la verdad lo que
nos hace libres.
Si todos actuáramos así en la vida
pública, libremente, abiertamente, diciendo con honestidad lo que
pensamos, manifestando nuestras creencias, confesando nuestras
preferencias y amores de forma sincera, dejaríamos muy poco espacio
para esa imagen torcida de política que, por desgracia, suele
identificar las cosas del bien común con la mentira, la marrullería,
la engañifa y el disimulo.
Cualquier padre de familia sabe lo
complicado que resulta tener a todos contentos en casa. Pues
imagínense la dificultad de satisfacer a millones de familias. Por
eso la tentación del engaño, del cálculo demagógico, es más
poderosa en los políticos que en la gente de a pie. Quien diga que
la tarea política es fácil miente; desconfiemos pues de los
partidos que piden el voto para arreglarlo todo ellos solitos. Lo
normal en cualquier carrera política es hacer las cosas regular
tirando a mal, así que cuantos menos cacharros pueda romper el
político de turno mejor que mejor. En ese sentido -un tanto
pesimista, lo reconozco- me parece que el aspecto más útil de la
democracia es que repartiendo los errores entre todos hace que se
hagan más llevaderos.
Pues bien, toda esta teoría tan
hermosa de los hombres libres, los políticos honrados, los pueblos
responsables, y la política contenida en sus justos términos, es
papel mojado cuando la gente no es libre, los políticos aparcan la
honradez para la jubilación y los pueblos se precipitan en el
maquiavelismo colectivo. Cuando cada hijo de vecino, en vez de
ocuparse con responsabilidad de sus cosas y dejar las componendas
políticas para más altas instancias hace lo contrario: permite que
el estado se ocupe hasta del felpudo de su casa mientras se dedica a
elucubrar sobre las futuras mayorías parlamentarias.
Estoy llamando “maquiavelismo”, en
definitiva, a esa forma de actuar en la vida pública que todo lo
adultera, en especial toda clase de procesos electorales, pues
convierte en calculadores de alta estrategia a quienes debieran
limitarse a decir lo que piensan. Estoy llamando maquiavélico a este
orden de cosas que hace que la gente no vote lo que quiere sino una
versión suavizada de lo que no quiere. A ver si otro día me acuerdo
de contarles qué tiene que ver esto con el llamado voto útil.
F. Javier Garisoain Otero
Licenciado en Historia y político
PUBLICADO EN COPE.ES