miércoles, 13 de julio de 2011

Historia de la guerra


por Javier Garisoain
No es cuestión de resignarse a la fatalidad de una violencia inevitable. Tampoco es cuestión de empeñarse en un ingenuo o demagógico grito de “no a la guerra”. Lo inteligente es preguntarse: ¿qué clase de guerra?

Nunca la medicina o la guerra habían sido tan inhumanas como en estos tiempos de presunto humanitarismo. El reverso de los soldados que viajan a países lejanos como “ayuda humanitaria” para dar vida, son los médicos que traicionan su honorable profesión para dar la muerte interrumpiendo embarazos y vidas embarazosas. ¿Tanto progreso para esto?

Ojalá fuera mentira la corrupción de algunos médicos. Y ojalá fuera verdad la conversión de las lanzas en arados y de los militares en enfermeros. Pero no es verdad: las guerras llegan y seguirán llegando mientras haya en la Tierra hombres pecadores. Por eso vemos y veremos que los “ministerios de defensa” vuelven a ser “ministerios de la guerra” como antaño. Y vemos y veremos que los soldados son guerreros entrenados para matar a los enemigos. Los contemplamos en la televisión vestidos con ese pijama manchado; camuflados entre montones de eufemismos; y no nos damos cuenta que son los militares de toda la vida, los guerreros, los señores de la guerra.

Las guerras llegan de pronto y se encuentran con todo lo que hemos progresado. Con un progreso técnico que ha perfeccionado el homicicio casi tanto como la medicina. Nunca fue tan fácil matar o curar a tanta gente. La guerra siempre ha sido un mal terrible, uno de los jinetes del Apocalipsis... pero no todas las guerras son iguales.

Las guerras primitivas eran más salvajes, pero también más humanas. Nadie podía hacer una guerra sin estar enfadado. Hace falta estarlo mucho para echarse al monte con un cuchillo largo. Lo malo es que ahora, para soltar una bomba capaz de arrasar un barrio entero no sólo no hace falta una dosis de indignación más o menos justa sino que basta con tener una plaza de funcionario y un botón a miles de kilómetros de los cuerpos que van a morir.

“En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará hasta la venida de Cristo el peligro de guerra...” afirmaron los padres conciliares en el Vaticano II. Las desigualdades excesivas, las injusticias, la desconfianza, la envidia y el orgullo, por este orden, han sido , son y serán causas de la guerra.

No es cuestión de resignarse a la fatalidad de una violencia inevitable. Tampoco es cuestión de empeñarse en un ingenuo o demagógico grito de “no a la guerra”. Lo inteligente es preguntarse: ¿qué clase de guerra?

En la antigüedad pagana la guerra ya se nos había ido de las manos. Miles de seres humanos eran esclavizados y deportados. Las galeras se movían con brazos esclavos. Los ejércitos eran pueblos enteros. Los desastres de la guerra crecían según el poder de los políticos. Por mucho que se diga sobre la presunta brutalidad de la Edad Media lo cierto es que la llegada del cristianismo supuso el avance progresivo de un nuevo ideal militar que redujo significativamente el número de los combatientes y las víctimas de la guerra. No quiero dibujar una Edad Media inmaculada. Sé perfectamente que hubo guerras, violencia y sufrimientos en aquellos mil años de Cristiandad. Lo que quiero señalar es que la Iglesia (como también hizo en ciertos períodos históricos la civilización del Japón antiguo) se esforzó en reducir el número de los combatientes y trabajó sin descanso para encauzar la guerra en los límites del derecho. La idea de hacer de la guerra una institución jurídica, el último recurso de la política; la idea de que la ley moral rige incluso en tiempo de guerra; la idea de que deben evitarse los medios de destrucción masiva e indiscriminada; la idea, en fin, de constituir un Orden sagrado para los guerreros, la caballería; son todas ellas ideas netamente cristianas que se asentaron en torno a los monasterios y murieron con los mártires allí donde triunfó la herejía.

Los defensores de la guerra moderna dicen que los grandes inventos científicos no hubieran sido posibles sin la investigación militar. Puestos a sacar de quicio las cosas es fácil darles la razón. Seguramente el descubrimiento del fuego, o mejor dicho, el invento de un sistema rápido para producir fuego tuvo mucho que ver con el desarrollo de ciertas tácticas defensivas de los cavernícolas. Del mismo modo la rueda tuvo que ser ideada para favorecer el desplazamiento de las tropas. Y la cerámica para el abastecimiento de los guerreros. Y los cuchillos y las inocentes cucharas antes fueron armas homicidas que cubiertos de mesa. Yo no estoy de acuerdo con esta teoría. Un hombre disgustado con otro puede hacer hasta de un ramo de flores un instrumento de muerte (sobretodo si se trata de flores venenosas) pero de ahí a suponer que fuera del ámbito militar no se puede inventar nada hay una pequeña o gran mentira.

Sea como sea hoy en día el planeta se ha quedado pequeño en relación con el poder destructivo que tienen las bombas atómicas y las llamadas armas de destrucción masiva. La extensión del sistema de la democracia de masas exige paralelamente un armamento de destrucción democrática masiva. Desde los tiempos de la Revolución Francesa los políticos apelan al “pueblo” para bien y para mal. Para luchar y para morir. En las guerras mundiales del siglo XX perdieron la vida millones de personas no combatientes. Nunca se había conocido tanto horror y tanta destrucción. Nunca, hasta Hiroshima, se había visto desaparecer sin dejar rastro una escuela con un millar de niños dentro.

Los hombres del siglo XXI tenemos miedo con razón. Un paso adelante en este “progreso” militar podría significar caer en un precipicio sin salida. ¿No habrá llegado el momento de plantearse de qué clase de guerra estamos hablando? Es el momento de acabar con una carrera de armamentos que hunde en la miseria a los países pobres. Es el momento de los acuerdos de desarme. Es el momento de quitar hierro. Es el momento de hacer que la venta de armas ya no sea motivo de lucro. Más aún: es el momento de volver al ideal monárquico y aristocrático de la guerra. Ojalá volvieran a ser las guerras responsabilidad exclusiva del rey y sus caballeros. Del emperador y sus samurais. Ojalá que al menos el miedo a la destrucción nos haga redescubrir la sabiduría prudente de la caballería. Ojalá -soñar es gratis- que avanzásemos tanto en la reducción de las guerras que pudiésemos sustituirlas por aquel primitivo combate singular, hombre a hombre, cara a cara, cuerpo a cuerpo, David contra Goliat.

La vida es un tiempo que Dios nos concede para decir sí libremente. Y mientras se desarrolla en paz conserva la inocencia. La vida humana inocente es sagrada. Son los pecados de los hombres los que destruyen la paz y la inocencia, primero las del corazón, después las de toda la sociedad. Por eso la guerra, como la pena de muerte, puede ser lícita en casos extremos -nos recuerda el Catecismo- porque para hacer progresar la paz es preciso que alguien la defienda. En cualquier caso una guerra para ser moralmente lícita siempre ha de responder a una causa justa y mantener una proporcionalidad en los medios. Finalmente, si después de todos los empeños y trabajos no ha sido posible evitar una guerra, si se han agotado todos los cauces de la política ordinaria, entonces y sólo entonces habrá que recurrir a la fuerza para defender la paz y el orden. Entonces será la guerra, pero ¿qué clase de guerra?

PUBLICADO EN ARBIL NUMERO 67