miércoles, 13 de julio de 2011

Historias de la ciudad

por F. Javier Garisoain
Me gusta la ciudad. Pero considero que eso que hoy llamamos ciudad ya no es una ciudad. Es otra cosa. Es absurdo llamar ciudad igual a una pequeña polis de la Grecia clásica que a la Nueva York del siglo XXI. (...) La verdad es que las cosas se nos han ido de las manos. Tal vez sólo si empezamos por aclarar el concepto mismo de ciudad podamos enderezarlas
ALGUNAS PREGUNTAS. ¿Qué es una ciudad? ¿Por qué los políticos nos llaman ciudadanos? ¿En qué se parece una polis de la Grecia clásica a la Nueva York del siglo XXI? ¿Es oportuno designar por el mismo nombre a realidades tan diferentes?


SEGURIDAD. Las ciudades nacieron, entre otras cosas, con la idea bienintencionada de facilitar la defensa y aumentar la protección de sus vecinos. Claro que mientras no hubo ciudades tampoco hubo asedios ni saqueos, ni grandes incendios. Las catapultas romanas, las minas y la artillería moderna, los bombardeos aéreos del siglo XX, la amenaza terrible de destrucción atómica que pesa sobre ciudades enteras, son hitos de un mismo ingenio diabólico común a todos los rabiosos sitiadores de ciudades de la historia. Antes de haber ciudades, o en aquellas épocas mitológicas de su decadencia, como la Europa o el Japón medievales, el "arte de la guerra" resultó ennoblecido. Los guerreros "trabajaban" por su cuenta o en equipo de forma "artesanal". Los samurais de Nara (siglo VIII) -por ejemplo- dedicaban versos a sus enemigos sin dejar por ello de combatir con rudeza. El modelo cristiano europeo de la caballería, la misma idea de caballerosidad, no nacieron en una ciudad sino allí donde el caballo se hacía necesario como medio de transporte. En aquellas épocas -no mas oscuras que algunos barrios vecinos- había violencias, y batallas, pero no existía la guerra tal como hoy la concebimos. Los soldados luchaban cuerpo a cuerpo, se podían herir con violencia inaudita, pero de una forma que me atrevería a definir como más humana. Los reyes caballeros, yendo al frente de sus ejércitos, podrían cortar una o dos cabezas cada temporada, pero no tenían en sus manos la posibilidad de volatilizar una ciudad con una simple llamada telefónica. El proceso histórico es lento y los cambios imperceptibles pero 1945 fue el año en que, definitivamente, la ciudad perdió lo único que alguna vez pudo justificar su nacimiento: la idea de seguridad y protección.

LIBERTAD. ¿Habría más libertad si no hubiese ciudades? Pienso que al menos la habría en mayor grado si no fuesen tan grandes, porque la libertad exige dos cosas: que reinen unas leyes justas y que esas leyes sean "las justas". El crecimiento desmesurado de las ciudades implica la superproducción de reglamentos, el aumento de la policía y de las multas. Yo no digo que las leyes urbanas no sean justas -aunque a menudo lo pienso-. Lo que digo es que son demasiadas. De lo que me quejo es de esa burocracia sin corazón que se esconde debajo de los viejos ropajes honorables de los ayuntamientos antiguos. Se llaman de la misma forma y mantienen las mismas imágenes heráldicas, y los mismos títulos de muy leal y muy de todo pero ya no son la misma cosa. El crecimiento oncológico de las ciudades, de sus normas y reglamentos, de sus funcionarios y sus instituciones ha hecho irreconocible el conjunto original. El afán racionalista por el control y la seguridad que domina las ciudades modernas es uno de los mayores enemigos de las libertades concretas.

DIVERSIÓN. ¿Sería todo aburrido si no hubiese ciudades? Yo creo que la realidad desmiente el mito de la ciudad-diversión. Cualquier niño sano sabe que en la ciudad no es posible jugar tanto como en el campo. Y si las ciudades realmente fueran tan divertidas ¿por qué razón tantos urbanitas se gastarían el sueldo en irse fuera el fin de semana a la playa, a esquiar, a pasear, a pescar o a cazar? ¿y por qué se construyen en el campo esas casas que llamamos "segunda vivienda"? Los ciudadanos modernos huyen de su ciudad en cuanto pueden: huyen el fin de semana, huyen en las vacaciones y huyen al jubilarse. Piensa el recién llegado a la gran ciudad: "nadie me conoce, podré hacer lo que quiera". ¿Y al final qué es lo que hace? Lo mismo que todo el mundo, porque ninguna satisfacción proporciona hacer cosas originales cuando nadie te conoce. Creo que el desprecio que aparenta el habitante de la gran ciudad hacia el pueblerino, el villano, el aldeano, el paleto no es otra cosa sino envidia.

SALUD. ¿Tendríamos una vida más sana si no hubiese ciudades? Yo creo que todo parece indicar que sí. El clásico "cambio de aires" que los médicos recomendaban antiguamente solía consistir, simplemente, en salir de la ciudad. La historia de la medicina urbana es aleccionadora. Inventos y descubrimientos han hecho posible poco a poco la vida humana gracias a las mejoras higiénicas o en el abastecimiento de agua. Acueductos, fuentes y alcantarillas son grandes remedios para grandes males. Remedios frágiles y punto débil que una simple huelga puede colapsar. ¿Habríamos sufrido pestes y plagas tan terribles si no hubiesen existido las ciudades? He aquí una definición biológica de ciudad: Ecosistema artificial en el que conviven al menos tres especies de animales: los seres humanos, las cucarachas y las ratas. La basura no es un problema grave cuando la población se haya dispersa en nucleos de tamaño reducido. La contaminación no es sino la concentración exagerada de sustancias nocivas en muy poco espacio. ¿Y si hablásemos de salud mental, suicidio, depresión, insomnio...?

ETCÉTERA. Podríamos alargar el análisis y llegaríamos siempre a la misma conclusión. Que la gran ciudad no ha significado un progreso integral para la humanidad. La economía, las enormes cifras de gastos e ingresos, las estadísticas apabullantes de las grandes urbes configuran la apoteosis de una humanidad magnífica pero ¿qué pasa con la humanidad misma? ¿A mayor ciudad mayor humanidad? Yo creo que no. El individualismo creciente no es como el de los antiguos ermitaños. Es una especie de soledad acompañada que nos convierte a todos en números sin nombre. La desaparición del vecino y hasta de la misma idea de prójimo hace innecesario el saludo cotidiano y provoca la ignorancia mutua. Por eso las grandes ciudades son el caldo de cultivo en el que han nacido el terrorismo de los pisos francos, la droga y sus redes comerciales, la delincuencia en general del hampa y de las bandas, la prostitución a escala industrial, el chabolismo y los barrios bajos. Incluso las sectas modernas que pierden a los que buscan serían difíciles de encontrar fuera del ecosistema de la gran ciudad. El progreso humano puede medirse en euros. Pero también en cualidades morales o, por ejemplo, en pecados capitales. La soberbia de los políticos, la avaricia de los especuladores, la lujuria de las redes de comercio sexual, la ira de los gamberros, la gula de los consumistas, la envidia que azuzan los anunciantes con una publicidad manipuladora, la pereza de la plebe que pide pan y circo. La masificación característica de la gran ciudad despersonaliza. Toda la gran ciudad gira en torno a los problemas que genera esta deshumanización y a las soluciones que crean nuevos problemas. El automóvil, por ejemplo, facilita el traslado al trabajo pero atasca las vías, genera contaminación, dificulta el aparcamiento, genera miles de accidentes y provoca la acción represora de la autoridad en forma de multas y grúas. El tren, el metro, el autobús, el tranvía posibilitan el acceso de cuarenta millones de japoneses a Tokyo cada día. Pero de la misma forma hacen posible también que cuarenta millones de personas pierdan en el trayecto un tiempo precioso. La escasez de suelo reduce el tamaño de las viviendas; viviendas en las que casi no se vive. En ellas sólo se ve la televisión y se duerme porque no quedan ni espacio, ni tiempo, para la vida familiar.

CONCLUSION. Me temo que estoy hablando de la ciudad sin haber aclarado el concepto. Precisamente la conclusión a la que llego es que esa cosa que llamamos actualmente ciudad tiene poco que ver con la ciudad originaria. No estoy en contra de la ciudad verdadera. El problema es que nos falta una palabra para nombrar a la gran ciudad moderna. Si llamábamos ciudad a cualquiera de nuestras viejas poblaciones amuralladas no podemos seguir llamando ciudad a esa misma cosa sin murallas y multiplicada por siete. Me da la impresión que estamos confundiendo la semilla con el árbol, la crisálida con la mariposa, el mosto con el vino, el tejido sano con el afectado de cáncer. No estoy en contra de la ciudad. Me gusta la ciudad. Pero considero que eso que hoy llamamos ciudad ya no es una ciudad. Es otra cosa. Es absurdo llamar ciudad igual a una pequeña polis de la Grecia clásica que a la Nueva York del siglo XXI. A los grandes superalcaldes contemporáneos siempre les quedará el consuelo de alegar en su genealogía urbana una pequeña ciudad originaria. Y podrán contar cómo se produjo la expansión a partir de aquel núcleo de población aunque no sea fácil determinar en qué momento deja una ciudad auténtica de ser ciudad para convertirse en esa otra cosa cuyos defectos hemos criticado. La verdad es que las cosas se nos han ido de las manos. Tal vez sólo si empezamos por aclarar el concepto mismo de ciudad podamos enderezarlas.

PUBLICADO EN REVISTA ARBIL NUMERO 86.